I. Napoleón, el hombre
El hombre de cabeza y el hombre de corazón En alguna ocasión dijo Napoleón de sí mismo: «Hay en mí dos hombres distintos: el hombre de cabeza y el hombre de corazón.» Tradicionalmente, el Napoleón que más conocemos es el «hombre de cabeza», el nombre calculador, el hombre de acción, el ambicioso, el hombre fiel a su destino. Precisamente por eso el que más nos interesa conocer es el otro, el «de corazón», a través del cual podremos conocer mejor al primero en su auténtica dimensión de persona. Robespierre acaba de caer víctima de sus propios excesos revolucionarios y en su caída arrastra a Napoleón, que había medrado en cierto modo a la sombra de aquél. Pasa por un trance difícil y no sabe qué rumbo dar a su vida. Ahora vive en una forzosa calma y hasta hace alguna vida de sociedad; tiene también tiempo para hacerse a la idea de construir un hogar, animado por la felicidad que parece acompañar a su hermano José, casado con la hija de un rico comerciante marsellés, Julia Clary. El mismo nos comunica sus impresiones sobre ciertos aspectos de las reuniones a las que asiste durante estos meses de 1794: «Las mujeres están en todas partes: en el teatro, en los paseos, en las bibliotecas. En el gabinete mismo del hombre de ciencia se ven muchachas preciosas. Y la verdad es que sólo aquí, de entre todas las latitudes del planeta, merecen manejar el timón; no debe extrañar, pues, que los hombres estén locos por ellas; no piensan en otra cosa y no viven sino por y para ellas.» Su nuevo valedor, Barras, está rodeado de mujeres famosas, mujeres famosas por su belleza y también por su talento o por su habilidad para adaptarse a las circunstancias cambiantes en la rápida evolución de aquella sociedad parisina de finales del XVIII. Entonces es también cuando Napoleón trata de conectar afectivamente con alguna de aquellas mujeres. «Ardo de deseos de tener un hogar», ha escrito a su hermano José. Ha puesto sus ojos en su cuñada Eugenia «Desirée» Clary, pero no es correspondido. Aunque no está particularmente obsesionado por el elemento femenino, tampoco renuncia a encontrar otra que pueda sustituir a la esquiva Desirée, y parece que va por buen camino. Entre otras, mantiene tratos con dos mujeres que andan por esa edad que él considera ideal: los treinta años; una es una corsa amiga de su madre, la otra es una cortesana. De la mano de estas dos mujeres, y aleccionado por el caldo de cultivo de los salones galantes que empiezan a funcionar de nuevo tras los primeros arrebatos revolucionarios, han despertado en él un cierto talante de galantería. Con ninguna de las dos, algo mayores que él, llegó a mantener unas relaciones estables. Eso no obstante, en una ocasión envió «un beso a estas dos damas; a la una, en la boca; a la otra, en la mejilla». Este voluntarioso general de veintisiete años no abandona fácilmente una partida y no está dispuesto, a pesar de los desengaños, a renunciar a sus ardientes deseos de fundar un hogar. Intuye su destino y en él va implícita la necesidad de un heredero. El destino puede labrárselo él solo, fiado en su buena estrella y en su habilidad para sacar provecho de las circunstancias. Lo que no puede hacer solo es tener un heredero: tiene que buscar una compañera. Y el destino y las circunstancias ponen en su camino una mujer: Josefina Beauharnais, que en esos momentos es la amante de Barras. Curioso destino y curiosas circunstancias. Alejandro Beauharnais, acusado de monárquico, es ejecutado en los días del Terror y su viuda encarcelada. La muerte de Robespierre en la guillotina incide de manera contrapuesta en la vida de Josefina y en la vida de Napoleón: el mismo día en que aquélla es puesta en libertad, es encarcelado Napoleón. Por obra del destino y de las circunstancias, algún tiempo después ambos caen y coinciden en el centro de atracción del nuevo hombre fuerte de la convención: Barras. Se conocen, se atraen y se complementan. Los dos hacen sus cálculos y las cuentas les salen. «Habéis visto en mi casa —escribe Josefina a una amiga suya— al general Bonaparte. Pues bien, él es quien se ha empeñado en hacer de padre de los huérfanos de Beauharnais y de esposo de su viuda. Yo admiro el valor del general y su gran cultura… pero me asusta, lo confieso, el imperio que parece ejercer sobre cuantos le rodean. Su mirada escrutadora tiene, algo de particular que no se puede explicar pero que se impone incluso a quienes están por encima de nosotros. Lo que debería complacerme, la fuerza de una pasión, de la que habla con una energía que no soporta poner en duda su sinceridad, es precisamente lo que mantiene a raya el asentimiento que muchas veces me siento tentada a dar. Yo, que he dejado ya atrás la primera juventud, ¿puedo hacerme a la idea, durante largo tiempo, de mantener viva esa ternura violenta que, en el general, se asemeja mucho a un acceso de delirio?» Precisamente por eso, porque el general Bonaparte es así, ha de comprender que, tras su primera entrega, ya no podrá desprenderse de sus redes. Por si le cabe alguna duda, ahí tiene la confirmación: «Me despierto inundado de ti. Tu retrato y la embriagadora entrevista de anoche no han dado reposo a mis sentidos. ¡Dulce e incomparable Josefina, si tú supieras el extraño efecto que causas en mi corazón! Basta que estés enfadada, que te vea triste, que sientas alguna desazón, para que ya tu amigo no tenga tranquilidad. Pero, ¿es que acaso la tengo yo mayor cuando, en aras del sentimiento profundo que me embarga, encuentro en tus labios, en tu corazón, el fuego que me consume? Anoche pude comprobar que tu retrato no eres tú. Te vas a mediodía; te veré, pues, dentro de tres horas. Hasta entonces, mio dolce amore, un millón de besos; ¡pero no me los devuelvas: abrasan mi corazón!» Hasta aquí no parece que haya demasiada dosis de cálculo en la contradictoria atracción y reserva de ella ni en el apasionado desfogue amoroso de él. Pero el caso es que hay otra persona que sí ha hecho ya sus cálculos: el inevitable Barras. Napoleón le ha resuelto el problema planteado por el pueblo cuando el 13 vendimiado se lanza a un nuevo asalto de las Tullerías, desilusionado por el nuevo rumbo por el que la Convención quiere moderar los ímpetus revolucionarios. Napoleón puede resultar ahora peligroso, conviene alejarle de París. Para ello resucita el proyecto de campaña en el norte de Italia que meses antes había redactado Napoleón y que fue rechazado por irrealizable. Se lo envía al general jefe del Ejército del Sur destacado en Niza, éste lo devuelve con algunas anotaciones al pie; en resumen: «Este plan es obra de un loco, que venga a ejecutarlo él mismo.» Es lo que esperaba Barras, y aunque tiene que sacrificar a su amante, estima el precio muy bajo. Aquí entra de nuevo en acción el «hombre de cabeza» en ayuda del «hombre de corazón». Transmite a Josefina esta especie de enigma: «¿Se figuran acaso que necesito de su protección para triunfar? Ya se darán por muy satisfechos con que algún día acceda yo a darles la mía. Mi espada pende de mi cinturón y con su ayuda iré lejos.» Josefina no termina de comprender, pero, en su contrastada experiencia del medio en que se mueve, intuye algo que la tranquiliza. «¿Qué opináis —confía a su amiga— de esta seguridad suya en el triunfo? ¿No es acaso la prueba de una confianza inspirada en un excesivo amor propio? No sé, pero a veces esta seguridad ridicula se apodera también de mí, hasta el extremo de hacerme creer que todo es posible para un hombre sobradamente singular.»
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